Thursday, January 29, 2009

Era de noche, la brisa congelaba sus manos, pero aún así intentaba prender ese amargo cigarrillo que no podúa dejar a un lado.

Miró a su al rededor; su única compañía era la luna. Decidió disfrutar ese brillo hermoso y caminar por la ciudad.
El frío imposibilitaba que disfrutara su recorrido, pero necesitaba sacar de su mente esas imágenes que lo confundían.

Cada cuadra necesitaba un motivo para seguir adelante. Lastimosamente, no podía dejar de pensar en su vida y en lo que lo rodea.
Con sus manos en los bolsillos, observa las luces de la ciudad. Ve la gente desplomandose en cada esquina por culpa del alcohol.
Observa todo aquello que lo desconcierta y piensa en que no vale la pena vivir en un mundo así.

Entra a un callejón. La oscuridad de la noche no permite ver nada. Se sienta en esa esquina oscura y escuchando la ciudad, empieza a llorar.
Prende el último cigarrillo que queda en la cajetilla, lo fuma, sigue llorando, pero nadie parece escucharlo.
Se levanta y seca sus lágrimas. De su bolsillo izquierdo saca un arma; la mira, la contempla. Sin pensarlo un segundo más, la pone en su cabeza.

El ruido de la ciudad no deja que queden rastros.

Y en la mitad del callejón, lo único que sigue vivo, es ese amargo cigarrillo que lo vio morir.

1 comment:

Unknown said...

La ciudad es así, sórdida a voluntad. Me agradan las elegías, los callejones, la humanización de lo inanimado... Me agradó tu cuento, pequeña. :)